domingo, 8 de julio de 2012

El panteón de los Mariscales de Navarra en San Pedro de la Rúa

Allí donde los Pirineos buscan el mar, en un día brumoso y con la habitual llovizna del otoño, me encontré un día con el panteón de los reyes de Navarra, Catalina de Foix y Juan de Labrit. Los últimos reyes de la Navarra de las dos vertientes del Pirineo, vieron frustrado su último deseo, manifestado por escrito en su testamento, de ser enterrados en el sepulcro real principal, en la catedral de Pamplona. Pero la parte sur de su reino se la arrebataron en 1512, por lo que decidieron que mientras no pudieran descansar en Pamplona fueran sepultados en el panteón de los señores de Bearne, en el interior de la catedral de Lescar. Durante unos minutos estuve en silencio a los pies de su tumba. La sepultura, como casi todas, sufrió los embates de las guerras de religión en 1569, pero hoy se ha querido restablecer la memoria con una placa de bronce que dice “aquí están inhumados los reyes de Navarra de la familia de Foix y de Bearne”. En el silencio de la catedral de Lescar muchos pensamientos se agolpaban en mi cabeza y también recuerdos.


Siendo pequeño, en un día también gris me quedé impresionado por el gigante sepultado en la colegiata de Roncesvalles. Sancho el Fuerte era para mí el orgullo de un rey que representaba a los navarros, alto, poderoso, victorioso de la batalla de las Navas. En contraste, me llegaron las sensaciones de calor y penetrante olor a pino y genista que me acompañaron mientras caminaba para llegar a Poblet. Mi peregrinación tenía el destino del famoso monasterio mediterráneo, con la intención de encontrarme con el enterramiento del Príncipe de Viana. Los valores que siendo niño apreciaba en Sancho el Fuerte eran superados por la intensidad de la emoción de encontrarme con un escritor, sabio, historiador y fundamentalmente honrado, Carlos de Viana. La figura de nuestro príncipe siempre me viene unida a la de su abuelo el rey Carlos III, enterrado en sepultura principal junto al altar mayor de la catredal de Pamplona. El rey noble, siempre equilibrado y juicioso procuró el beneficio de todo su reino. Nájera, Oña, por supuesto Leye, Monjardín acudían a mi mente en un repaso de la extensa genealogía de reyes navarros.

En ese momento me estremecí ligeramente. La penunbra de la catedral de Lescar me permitía dibujar en mi imaginación el rico relicario que Carlos II regaló a la iglesia de San Pedro de la Rúa de Estella. Allí ordenó depositar la espalda de San Andrés, pues era su agradecimiento a la ciudad que tanto quería. En mala hora, la codicia, la ignorancia y la estupidez provocaron que un párroco, en 1712, malvendiera tan importante tesoro. De alguna forma, la iglesia de San Pedro había sido predilecta de un rey. Estando junto a los restos de nuestros reyes legítimos, injustamente destronados del sur de Navarra, me acordé de su más valiente y leal servidor, Don Pedro de Navarra, Mariscal de los ejércitos navarros en 1512. Tras el expolio del relicario del rey Carlos, a la parroquia de San Pedro le quedaba el honor de mantener sepultado junto al altar mayor al héroe de la guerra de independencia de Navarra, iniciada en 1512.

Las nubes que oscurecían el Bearne comenzaron a romperse y los rayos de sol sorteaban con éxito, en algunas ocasiones, las grises barreras del cielo. Desde una ventana ojival, la catredal se iluminó un momento. Parecía que un foco quisiera resaltar la importancia del bronce labrado con los nombres de los monarcar navarros. Me pareció que así debería ser. Los protagonistas de la historia de nuestro pueblo podían ser recordados con dignidad. La catedral de Lescar, además de los avatares desgraciados del siglo XVI volvió a sufrir destrucciones en los turbulentos años de la Revolución Francesa. Se creyó que tantos infortunios habían provocado la desaparición de las egregias sepulturas. Sin embargo, gracias a un párroco más juicioso que el nuestro, tras unas obras, se descubrió con gran sorpresa, que las tumbas estaban en buen estado, debajo del altar mayor.

Quién nos iba a decir que también debajo del altar mayor de San Pedro de la Rúa se encontraba uno de los tesoros más importantes de nuestra iglesia. También unas obras lo habían puesto de manifiesto.

Los Navarra, la familia del mariscal, procedían de forma indirecta del rey Carlos II. Formaban parte de la familia real y constituyeron la alta aristocracia navarra. Estaban ligados a Pamplona pero asentaron sus posesiones en Tafalla, donde construyeron un magnífico palacio. Es probable que tras emparentar con la familia de los Arellano se hicieran cargo del palacio de éstos en Estella. Situado frente a la iglesia de San Pedro, los Arellano habían transformado, la antigua lonja medieval, en un noble palacio urbano. La ciudad del Ega les cautivó y decidieron enterrarse en una capilla privativa, junto al altar mayor de la principal iglesia de la ciudad. La misma que tenía depositado el relicario del patriarca que inició la saga de tan importante familia.

Los Navarra institucionalizan el panteón familiar en la iglesia de San Pedro de la Rúa según el testamento de Felipe de Navarra y su mujer Juana de Peralta en 1449. Se excavó una cripta en el suelo para disponer los enterramientos. En la superficie de la iglesia cercaron la capilla con unas rejas. Unos arcos con pequeña bóveda constituían el túmulo funerario. En las rejas y arcos figuraban los escudos de armas de la familia de los mariscales. En la cripta están enterrados Felipe y Juana, su hijo Pedro de Navarra, quinto Mariscal. El nieto llamado Felipe y que era el sexto Mariscal. El hermano de este último, Don Pedro de Navarra, séptimo mariscal y héroe de la guerra de independencia de Navarra que fue asesinado en la cárcel del castillo de Simancas, en 1522. Su hijo, Pedro de Navarra, Marqués de Cortes, octavo mariscal y reconocido como el jefe del ejército navarro que conquistó Fuenterrabía (1521-1524), en el último intento desesperado de recuperar la independencia de Navarra. Junto al octavo mariscal estaban Miguel y Juan Azpilicueta (hermanos de Francisco de Javier), Petri Sanz, Martín Goñi, Valentín Jaso entre otros navarros. Siguiendo con la relación de sepultados tendríamos que señalar a Ana de Benavides (mujer de Pedro) y sus yerno e hija, Juan de Benavides y Jerónima Navarra. Es probable que el último enterramiento fuera la hija de estos últimos, Ana de Navarra y Benavides que murió en 1579.

En la catredal de Lescar se enseñorea la claridad de la luz del sol. Aprovecho la ocasión para depositar una rosa roja, pensando que aunque en la placa no figura la pincesa Doña Blanca (hermana del Príncipe de Viana) también allí fue enterrada nuestra princesa más querida. Se hace tarde y es hora de volver a Estella. Han sido unos momentos muy intensos, creo que merecía la pena venir hasta aquí. Mi próxima visita me gustaría que fuera a la iglesia de San Pedro de la Rúa. Llevaría, también, una rosa roja para depositar sobre la tumba de los mariscales. Sin duda, sería el 24 de noviembre, día del asesinato en Simancas de Don Pedro de Navarra, séptimo mariscal de los ejércitos navarros. Para entonces, las obras de San Pedro habrán terminado pero no sabemos si como en Bearne una placa nos indicará el lugar donde está la cripta. No sabemos, siquiera, que ha sido de la cripta encontrada con las obras. En fin, no podemos saber si un nuevo expolio se ha producido al patrimonio de Estella, como aquel del relicario del rey Carlos II, o esta vez sí, prevalece la cordura y como nuestros hermanos bearneses, restablecemos la memoria histórica de la iglesia matriz de Estella.



Toño Ros Zuasti. rosza@wanadoo.es

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